Leer a Pablo Katchadjian significa zambullirse en su personalísimo mundo de maravilla, inventado pero tal vez posible, en el que el juego es seguir hacia delante, siempre hacia delante. Significa aceptar que un poeta pueda convertirse para unos matones en el catalizador hacia una vida artística; encontrar lógica en que, en medio de una guerra, un gigante esté preocupado de conseguir un traje a la moda para su eventual entierro; o convenir que, para pasar desapercibido, un santo se transforme en librero o, más bien, en la copia de un librero que era la copia de un santo.
Estos Tres cuentos espirituales —que efectivamente son tres, pero sólo espirituales si se usa la palabra como neologismo, como algo que sirva para ocultar la estupidez de cada época— exigen que suspendamos la verosimilitud y la incredulidad, que abracemos la duda y que nos entreguemos a un disfrute y gozo literarios de los que no querremos salir más.