Hace más de medio siglo, Joaquín Edwards Bello reclamaba por el éxito que cobraba en Chile el hombre blando, neutral, medido y comedido en sus opiniones. A la luz de estos textos, uno podría pensar que Rafael Gumucio se ubica en las antípodas de ese personaje promedio: sus ensayos y crónicas literarias están poblados de énfasis, de paradojas y de arbitrariedades. No obstante, el efecto que logra en el lector es el de una complicidad instantánea. Da lo mismo estar de acuerdo o en desacuerdo con lo que el autor afirma a cada línea, lo que predomina es la favorable sensación de asistir in situ al despliegue del pensamiento por escrito. El propio Gumucio declara en alguna parte que a los escritores de columnas de prensa se los celebra no por aquello que dicen sino por la voz con que lo dicen. Ahí radica precisamente el atractivo de su prosa: en la existencia de una voz, o de lo que podemos entender como una personalidad. Ya escriba sobre González Vera o sobre Tolstoi, sobre la estética nazi, sobre los insultos posteados en los blogs o sobre Saul Bellow, Gumucio nos entrega una reflexión de primera mano, aguda en sus titubeos y aun en sus contradicciones. Gumucio ilumina la construcción literaria desde el interior de sus mecanismos, y ya sabemos que no hay mejor aproximación a cualquier oficio que la que procede de la experiencia directa.