El poeta que ha escrito Animal muerto rastrea y escucha sus propios sueños y los de todos, como anuncia el epígrafe de Dylan Thomas que abre el libro. Ese impulso está en marcha y el autor arroja las escenas sobre el paisaje como quien al mismo tiempo reconstruye el pasado, la memoria, la imaginación y el futuro. La investigación innata de la percepción y el hallazgo tienen lugar aquí con un trabajo preciso, centrífugo y natural. Escribir también es soñar, solo de esta manera se puede abroncar y asumir la realidad en todos sus sentidos. Aquí, en las entrañas activas de este Animal muerto, se pone en juego un duelo onírico, tiene lugar el encuentro entre la desazón y la lucidez. Un juego que resulta nada siniestro puesto que se vuelca sobre unos poemas que reclaman una radical exigencia a sus lectores, la mutua e hiperactiva puesta en escena de la interpretación, del asombro, del deseo, del extrañamiento y de la rabia compartidas. Este animal se debe y se entrega, furioso y lúcido, a la constante y combativa inminencia de estos tiempos